En la soledad nocturna de aquel parque contiguo a la Calzada de las Águilas, de inmediato nos percatamos que nosotras éramos las únicas espectadoras de la escena, y como queriendo escapar de la fuerza de tal juramento mis hermanas y yo caminamos presurosas. Al aproximarnos a la orilla del parque y salir de el los reclamos se hicieron cada vez más silenciosos, pero después de aquella noche la imagen dolorida de la joven se repitió incesante en mi memoria.
En el fondo creía que por haberla escuchado sus palabras alcanzarían una mayor dimensión y tanto yo como su novio y por supuesto -todo el mundo-, realmente nos arrepentiríamos de algo, aunque no sabía a ciencia cierta de qué. Antes de aquel día en el parque ensenadense vigilado por el busto de Benito Juárez, en asuntos del corazón sólo habíamos presenciado cortejos y fragmentos de escenas amorosas resguardadas por antiguos eucaliptos.
Transcurridos los días y los años, entre la hierba y el rechinar de los columpios no volvimos a escuchar palabras de desamor y ahora el eco que prevalece en mis recuerdos es el de los parques como un lugar para “bien quererse”, más allá de cualquier promesa.
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